Utilizo este post para poner un artículo que leí el pasado viernes 15 mientras me comía el pincho de media mañana y que me gustó mucho, aunque no contempla el punto de vista homescholing si que está claro que ve las deficiencias del sistema educativo actual y tradicional. Aquí lo transcribo literalmente
La importancia de estimular el interés de los alumnos y el gozo por descubrir cosas nuevas
PACO ABRIL
En las más diversas ocasiones, y desde hace treinta años, he preguntado
a niños y niñas si les gustaba ir a la escuela. Una cantidad
considerable respondió a esta encuesta -sin visos de ser avalada por el
Instituto Nacional de Estadística- con un rotundo y resignado no. Y
digo resignado porque aunque rechazaran la institución escolar, no les
quedaba más remedio que aceptarla, al ser obligatoria. Y siempre
explicaban su rotundidad subrayando una y otra vez que algunas clases,
o el colegio en general, eran el inmenso territorio del aburrimiento.
Este arraigado sentimiento de hastío aparece de continuo en las
conversaciones con los niños respecto a sus centros de enseñanza, pero
muy, muy pocas veces se muestra en los estudios sobre el fracaso
escolar, o es motivo de reflexión de los expertos en educación que
tienen cosas de más enjundia didáctica y pedagógica en las que cavilar.
Uno
de los más eminentes psicólogos de nuestro tiempo, Jerome Bruner,
afirmaba en una entrevista: «El problema es que los alumnos se aburren.
Eso sí que es un gran problema que hay que evitar a toda costa».
Comenté
con un pedagogo este síndrome de inapetencia escolar, este tedio del
que hablaban con tanta insistencia los alumnos y me cortó airado, como
si yo fuera el culpable de ese malestar: «Los alumnos van a la escuela
a aprender no a divertirse». Me atreví a comentarle al Pedagogo
-observen que ya lo escribo con mayúscula para que no se me ofenda más-
que, a lo mejor, lo contrario de aburrir no era divertir. Me miró,
primero perplejo, después esbozó una sonrisa suficiente y
despreciativa. Encajé un tanto azorado esas alusiones no verbales, y
respondí con cierta torpeza, extremando la afabilidad: «Quizá lo que
había que conseguir no es que los niños y niñas se diviertan, sino que
se interesen, que son cuestiones bien diferentes».
El Pedagogo ya no escuchó más. Pretextando una urgencia me dejó con la palabra en la boca.
Me
gustaría haber podido decirle que la diversión nos aleja, nos distrae,
nos lleva a otra parte, mientras que el interés nos centra, nos da una
energía interna que nos impulsa a indagar, a experimentar, a querer
saber y a poner todo nuestro esfuerzo en ello.
Viéndolo
alejarse, suficiente y altivo, me vino a la memoria una tira de
Mafalda. En ella aparece una maestra escribiendo en la pizarra: «Mi
mamá me mima, mi mamá me ama, yo amo a mi mamá». Mafalda se levanta, se
dirige decidida a su señorita, le da la mano y le espeta: «La felicito
señorita es usted muy afortunada, pero podría enseñarnos cosas más
interesantes».
En una ocasión, les pedí a niños y niñas de
diversos lugares de España que escribieran un deseo con sólo siete
palabras. De las centenares de respuestas que recibí, destaco la de una
niña andaluza de seis años que escribió: «Que pase algo guay en el
colegio».
Ese guay significaba para ella que sucediera algo
digno de ser tenido en cuenta, digno de ser experimentado en su
escuela, porque la pobre, a los seis años, ya se fundía de
aburrimiento. «La escuela es ese lugar donde no pasa nada», aseguró
otro niño de once años". ¿A quién puede atraerle un lugar donde nada
pasa ni nos pasa? Y si la experiencia es, como dice el filósofo Jorge
Larrosa, «no lo que pasa, sino lo que nos pasa», ¿qué experiencia puede
adquirir un alumno en un institución escolar?
Parece que la
preocupación de escuela es sólo la de inculcar, instruir, transmitir,
dejando de lado estimular el gozo de aprender, el gozo de saber, el
gozo de descubrir cosas nuevas, el gozo de intercambiar conocimientos
con otros.
¿Tienen los alumnos que aburrirse y pasarlo mal en
la escuela para extraer provecho de sus enseñanzas? Me cuenta una
amiga, y excelente maestra, que la madre de una niña de diez años le
comentó: «Ay, mi hija no debe de estar aprendiendo mucho, porque viene
muy contenta al colegio». Lo de sufrir y aburrirse ha calado tan hondo,
que tal se diría que el aburrimiento y el sufrimiento son
consustanciales con la escuela y con la enseñanza en general.
En
«Mal de escuela» Daniel Pennac, profesor, escritor, ex niño zoquete, de
esos a los que demasiados enseñantes considerarían un caso perdido, nos
habla de tres profesores que le salvaron de caer en ese abismo sin
fondo del fracaso escolar. ¿Qué características extraordinarias tenían?
«Los tres estaban poseídos por la pasión comunicativa de su materia».
No eran maestros que pretendieran divertir, querían enseñar.
«Acompañaban paso a paso nuestros esfuerzos, se alegraban de nuestros
progresos, no se impacientaban por nuestras lentitudes, nunca
consideraban nuestros fracasos como una injuria personal y se mostraban
con nosotros de una exigencia tanto más rigurosa cuanto estaba basada
en la calidad, la constancia y la generosidad de su propio trabajo».
Cuando
hablo de estos temas con personas dedicadas a la enseñanza, suele
surgir una pregunta que parece más la expresión de un miedo cerval a la
anarquía. La pregunta es: «¿Acaso pretende usted que los niños hagan lo
que quieran?». Respondo siempre con una frase de gran psicólogo suizo
Jean Piaget: «No se trata de que los niños hagan lo que quieran, pero
sí de que quieran lo que hagan». Esa es la cuestión: convertir en
interesante lo que se pretende enseñar, para que los alumnos adquieran,
insisto, el gozo intelectual de aprender.
Me reí mucho en su día
con la «Enciclopedia del disparate», en la que se recogían las
barbaridades que los estudiantes escribían en sus exámenes, pero esta
risa se me heló con el tiempo en la boca. ¿Acaso estas barbaridades no
son un reflejo de las deficiencias de todo ese complejo educativo que
empieza en la familia, continúa en la escuela y se mezcla con los
mensajes de una sociedad que enaltece, a través de sus potentes medios
de comunicación, el conformismo, la estupidez, la ignorancia, la
pasividad y la ordinariez? Por eso, de nuevo con Pennac: «En vez de
recoger y publicar las perlas de los zoquetes, que alegran tantas salas
de profesores, debería escribirse una antología de los buenos
maestros». Todos tenemos en la memoria ese profesor o profesora
inolvidables. Si los aspirantes a instalar en las tiernas mentes el
deseo de aprender trataran de mirarse en estos modelos, «tal vez
obtuviéramos ciertas luces sobre las cualidades necesarias para la
práctica de ese extraño oficio».
La escuela no puede ser, no debe ser ese lugar en el que hasta las mesas se aburren.